Por Camila Moreno, Lili Fuhr y Daniel Speich Chassé (Project Syndicate)
Marzo de 2016
BERLÍN – En los últimos diez años, la expresión “cambio climático” se ha vuelto casi un sinónimo de “emisiones de carbono”. La reducción de gases de efecto invernadero en la atmósfera, medida en toneladas de “equivalentes de carbono” (CO2e), se convirtió en el objetivo más importante en la búsqueda de salvar al planeta. Pero una visión tan simplista como esa no puede resolver las crisis ecológicas sumamente complejas e interconectadas a las que nos enfrentamos.
El énfasis exclusivo de la política ambiental internacional en las “mediciones de carbono” es muestra de una obsesión más general con la medición y la contabilidad. El mundo funciona sobre la base de abstracciones (calorías, kilómetros, kilogramos y ahora toneladas de CO2e) que parecen objetivas y confiables, sobre todo cuando están rodeadas de un lenguaje “experto” (a menudo económico). Eso nos lleva a pasar por alto los efectos de la historia de cada abstracción, y la dinámica del poder y la política, que la modifican todo el tiempo.
Un ejemplo clave de una abstracción global poderosa y hasta cierto punto ilusoria es el producto interno bruto (PIB), que se adoptó como medida principal de desarrollo y desempeño económico de los países después de la Segunda Guerra Mundial. Entonces, las grandes potencias estaban creando instituciones financieras internacionales que debían dar cuenta de las diferencias de poderío económico relativo. Pero hoy, el PIB se convirtió en fuente de frustración generalizada, ya que no refleja las realidades de la vida de la gente. Igual que las luces altas de un auto, las abstracciones pueden iluminar mucho, pero también pueden volver invisible lo que no cae bajo su haz.
Sin embargo, el PIB sigue siendo la medida dominante indiscutida de la prosperidad económica, lo que da muestras de la obsesión con la universalidad que acompañó a la difusión mundial del capitalismo. Las explicaciones lineales, generalizadas y cuantitativas cuentan con un atractivo contra el que otras imágenes, complejas, matizadas y cualitativas, que reflejen las especificidades locales no pueden competir.
En lo relacionado con el cambio climático, esa preferencia se expresa como un apoyo excluyente a soluciones para reducir marginalmente las emisiones de carbono “netas”; soluciones que pueden obstaculizar la búsqueda de transformaciones económicas amplias o menoscabar la capacidad de las comunidades para definir problemas específicos y elaborar soluciones adecuadas. Los orígenes de esta elección pueden rastrearse hasta la Cumbre de la Tierra celebrada en 1992 en Río de Janeiro, donde la política ambiental inició un proceso tumultuoso y violento de ignorar alternativas. Así fue que a lo largo del último cuarto de siglo se cometieron tres errores fundamentales.
El primero fue que los gobiernos introdujeron la unidad de cálculo CO2e para cuantificar en forma unificada el impacto de gases de efecto invernadero muy distintos, como el CO2, el metano y el óxido nitroso. Estos gases tienen profundas diferencias en cuanto a incidencia sobre el calentamiento global, permanencia en la atmósfera, lugar de origen y modo de interactuar con las economías y los ecosistemas locales. El uso de una sola unidad de medida supone una gran simplificación, que permite a las autoridades ir detrás de una solución genérica dirigida al logro de una meta específica abarcadora.
El segundo error fue que la convención de la ONU sobre el cambio climático puso el acento en el uso de técnicas de “fin de ciclo” (métodos para eliminar contaminantes de la atmósfera en la punta final de la producción, como por ejemplo en una chimenea). Esto permitió a los encargados de la toma de decisiones desviar la atención del objetivo políticamente más difícil, de limitar las actividades que producen esas emisiones en primer lugar.
En tercer lugar, las autoridades decidieron concentrarse en las emisiones “netas” y pusieron en una misma bolsa procesos biológicos, que involucran el suelo, las plantas y los animales, con otros relacionados con la quema de combustibles fósiles. Los campos de arroz y las vacas pasaron a ser fuentes de emisiones igual que las plantas industriales; los bosques tropicales, las plantaciones de monocultivos de árboles y los humedales (turberas) se convirtieron en sumideros de emisiones. Las autoridades comenzaron a buscar soluciones que implicaban compensar las emisiones en otro lugar (y en el exterior) en vez de reducirlas en casa (o en el origen).
En 1997, cuando se introdujo el Protocolo de Kioto, imperaba la “flexibilidad”, y la política elegida fue el uso de derechos de emisión (o sea, permisos para contaminar). Casi dos décadas después, la búsqueda de compensar las emisiones no solo está arraigada en la política climática, sino que también se abrió paso en el debate ambiental general.
En todo el mundo están apareciendo nuevos mercados para los llamados “servicios ecosistémicos” (o servicios ambientales). Uno de los ejemplos más antiguos es la banca de humedales en Estados Unidos, que implica la preservación, la mejora o la creación de (por ejemplo) humedales o cursos de agua que “compensen” los efectos negativos de un proyecto planeado sobre un ecosistema similar en otra parte. Esto se realiza mediante la emisión de certificados que luego pueden comerciarse. Los esquemas de compensación de biodiversidad son más o menos lo mismo: una empresa o un individuo pueden compensar su “huella ecológica” comprando “créditos de biodiversidad”.
Si estos esquemas suenan sospechosamente convenientes, es porque lo son. De hecho, se basan en el mismo concepto errado que el comercio de emisiones, y en algunos casos, directamente convierten la biodiversidad y los ecosistemas en CO2e. En vez de cambiar el sistema económico para adecuarlo a los límites naturales del planeta, estamos redefiniendo la naturaleza para amoldarla al sistema económico, y al hacerlo, descartamos de antemano otras formas de conocimiento y alternativas reales.
Ahora, tras la COP 21, la cumbre climática de diciembre en París, el mundo está a punto de cometer otro error al adoptar la idea de “emisiones negativas”, que presupone el uso de nuevas tecnologías que serán capaces de eliminar el CO2 de la atmósfera. Pero esas tecnologías todavía no están inventadas, e incluso si lo estuvieran, su implementación sería muy arriesgada.
En vez de usar soluciones seguras (dejar los combustibles fósiles bajo el suelo, abandonar la agricultura industrial y hacer la transición para la agroecología, crear economías libres de desechos y restaurar los ecosistemas naturales), ciframos nuestras esperanzas en alguna innovación milagrosa que nos salvará, un deus ex machina que entrará en escena en el momento justo. Es un modo de pensar obviamente insensato.
Si la política climática sigue dependiendo de las mediciones de carbono, las nuevas generaciones solo conocerán un mundo de emisiones restringidas (y si tienen suerte, bajas). En vez de insistir con esa visión tan simplista, debemos seguir estrategias más elaboradas que apunten a transformar los sistemas económicos para que funcionen dentro de los límites del entorno natural y cooperen con él. Eso demanda un nuevo modo de pensar que incentive un compromiso activo con la recuperación y la conservación de espacios donde puedan crecer y prosperar otras visiones. No será fácil, pero vale la pena.